Ateísmo e Islam

The objections to religion are of two sorts – intellectual and moral. The intellectual objection is that there is no reason to suppose any religion true; the moral objection is that religious precepts date from a time when men were more cruel than they are and therefore tend to perpetuate inhumanities which the moral conscience of the age would otherwise outgrow

-Bertrand Russell

 

La semana pasada un tipo llamado Craig Hicks mató a tiros a tres jóvenes estudiantes en Chapel Hill, un pequeño pueblo de Carolina del Norte. El asesino era vecino de las víctimas y tenía un largo historial de hostigamiento en contra de otros residentes de la misma unidad habitacional, hombres y mujeres de todas las edades, razas y credos.

Según los testimonios recogidos por The New York Times, Slate, The Guardian y otros medios de comunicación, todo parece indicar que Hicks era un caso típico de vecino infernal y que acosaba frecuentemente a la comunidad valiéndose de cualquier pretexto. A veces, por ejemplo, se quejaba del ruido y otras, las más frecuentes, peleaba por lugares de estacionamiento. Además, en numerosas ocasiones y en un gesto abiertamente amenazante, Hicks ostentó armas de fuego mientras discutía con otros inquilinos. Según la policía, fue precisamente una prolongada disputa por lugares de estacionamiento lo que detonó la ira asesina de Hicks y le costó la vida a tres jóvenes inocentes.

Para cualquiera que analice los terribles acontecimientos de Chapel Hill con seriedad, objetividad y honestidad intelectual, es muy obvio que la lección arrojada por esta tragedia es que un individuo tan inestable emocionalmente como Craig Hicks no debería haber tenido acceso a armas de fuego (la policía encontró doce de distintos calibres en su departamento; todas, obviamente, adquiridas legalmente) y que la delirante y absurda cultura de las armas en EEUU requiere urgentemente de leyes que instilen una buena dosis de cordura en su torrente sanguíneo.

Pero para buena parte de la prensa ese no era el corazón de la nota. Lo que realmente importaba era informar, cuanto antes, que las tres víctimas eran musulmanes de origen árabe y que su asesino era un siniestro ateo de raza blanca. ¿Alguien recuerda que la prensa reportara la religión de Adam Lanza, el asesino de veinte niños en Sandy Hook, o la raza de sus víctimas infantiles?

El tsunami de histeria en las redes sociales no se hizo esperar. Los mercaderes de la superstición y los apóstoles del multiculturalismo, sus extraños aliados, finalmente tenían un jugoso y sangriento caso de “islamofobia” en sus manos, y protagonizado por personajes ideales para alimentar su propaganda: tres hermosos, jóvenes y decentes estudiantes musulmanes y un ateo fanático y furibundo que citaba frecuentemente a Richard Dawkins en Facebook.

El inescrupuloso oportunismo con el que esta extraña alianza de relativistas posmodernos y fanáticos religiosos (hasta el demagogo presidente de Turquía y los corruptos líderes de la Autoridad Palestina trataron de meter las pezuñas en el asunto) trató de explotar la pérdida irreparable de tres valiosos seres humanos en la cúspide de su vida para llevar agua a su molino ideológico fue tan obvio y vomitivo que, estoy seguro, terminará siendo contraproducente para sus intereses. Estaban tan eufóricos por haber encontrado a un ateo “islamófobo” y asesino, esa quimera que les haría la vida más fácil permitiéndoles trazar una falsa equivalencia entre ISIS y Richard Dawkins, que se exhibieron de cuerpo entero ante el mundo en toda su miseria intelectual y cretinismo moral.

De cualquier forma, incluso si Hicks hubiera cometido su repugnante crimen motivado, no por los lugares de estacionamiento en disputa como asegura la policía, sino por la religión de sus víctimas, una golondrina solitaria y desequilibrada, por más atea que fuera, no hubiera hecho verano y mucho menos uno tan tórrido como el de la jihad islámica.

Porque el ateísmo no es una filosofía de vida, ni una iglesia, ni un credo. No tiene profetas ni libros sagrados que prescriban genocidios o la ejecución de apóstatas, herejes o infieles. Es, en el mejor de los casos, el rechazo crítico y tajante pero razonado y dialogante del teísmo. Hay ateos vegetarianos y carnívoros, conservadores y liberales, heterosexuales y homosexuales. Algunos son brillantes y otros peligrosamente imbéciles. Después de todo no se necesita de una gran inteligencia para darse cuenta  de que las religiones teístas están fundadas sobre farsas absurdas que fueron fraguadas, en la infancia de nuestra especie, por seres humanos aterrados, y ahora son administradas por charlatanes ambiciosos y sin escrúpulos. Por eso siempre resulta insufrible que alguien se atreva a darse aires de grandeza intelectual por el solo hecho de no tragarse un cuento tan inverosímil.

Lo único, pues, que une a quienes nos consideramos ateos es la certeza, sólidamente fundada, de que el teísmo, además de ser un inmenso fraude, es el enemigo más poderoso e ineludible que los amantes de la libertad, la belleza y la dignidad humana deben enfrentar para seguir avanzando.

¿Pero qué es exactamente el teísmo? Es la creencia en un Dios creador, omnisciente y omnipotente, que interviene en el destino de los hombres, dicta normas sobre cada aspecto de sus vidas (de la dieta a las costumbres sexuales), escucha plegarias y exige alabanzas y sacrificios, vigila día y noche las acciones y los pensamientos de sus criaturas y, dependiendo de su comportamiento, las premia o las castiga. Los dioses del teísmo suelen ser además monstruos sedientos de sangre que, desde las páginas de un libro sagrado interpretado por una casta sacerdotal, ordenan matanzas a la menor provocación y premian generosamente el celo sanguinario de sus fieles.

Así que si usted es de esas personas que creen en una fuerza divina impersonal que colma el universo de belleza y amor, como he oído tanto últimamente, profesa el budismo, el hinduísmo, el shintoísmo o simpatiza con el panteísmo de Spinoza. Y si además cree que la existencia de un dios castigador, caprichoso y violento no solo es muy improbable sino profundamente indeseable, entonces es también, y quizá sin saberlo, un ateo. Deísta, sí, pero ateo al fin y al cabo.

Por eso es un sofisma comparar el ateísmo, por más militante y fastidioso que pueda llegar a ser, con el fanatismo religioso, o tratar de convencernos de que son enemigos simétricos. Sí, ya sé que Stalin y Mao, dos de los peores genocidas de la historia, eran ateos, pero ni uno ni otro cometieron sus crímenes motivados por lo que no creían, sino por la ideología que profesaban con fervor religioso y que incluía sus propios profetas, libros sagrados, dogmas impermeables a la evidencia y la argumentación racional, además de un ejército de inquisidores y verdugos. Y, de hecho, ambos tiranos en el pináculo de sus sangrientos regímenes se transformaron en monstruos tan veleidosos, poderosos y crueles como el dios compartido por los tres monoteísmos.

Desafortunadamente, un par de días después de los sucesos en Chapel Hill, y cuando la campaña de propaganda y desinformación a su alrededor estaba en su apogeo, un fanático musulmán asesinó a dos personas e hirió a cinco policías en Dinamarca al atacar primero una conferencia sobre libertad de expresión y después una sinagoga, hechos que nos devolvieron violentamente a la realidad y confirmaron que la “islamofobia” no es el prejuicio más preocupante al que deben enfrentarse las sociedades europeas, porque ese lugar lo ocupa, aunque parezca increíble a setenta años del Holocausto, una nueva y virulenta cepa de antisemitismo originada en el seno de la comunidad musulmana inmigrante y profesada con buena conciencia por la izquierda anti Israel.

La triste y amarga verdad está ahí para quien quiera verla sin anteojos ideológicos: Hoy por hoy no hay enemigo más peligroso para la civilización, así a secas, que el fundamentalismo islámico. Y el fundamentalismo islámico, no debemos olvidarlo u ocultarlo, extrae su veneno más tóxico de los fundamentos del Islam.