Ceguera política

Por Alejandro Rosas

México nació a la vida independiente polarizado y desde 1821 ha sido así. La mayoría de los conflictos ideológicos, lo proyectos de nación, las grandes reformas no pudieron ser dirimidas en el terreno de los argumentos y la discusión; durante casi todo el siglo XIX y las primeras décadas del XX, los asuntos políticos se resolvieron con las armas; y en épocas de paz, se resolvieron a través de la imposición y el autoritarismo.

En muchos momentos, la polarización alentada por la demagogia, la retórica y la ideología impidió a los partidos rivales ver lo cercanas que estaban sus posiciones con respecto al proyecto nacional que cada uno defendía. No se tomaron un minuto para analizar, reflexionar, negociar, siempre apostaron a todo o nada.

El mejor ejemplo de esta incapacidad para ver lo que quería el enemigo ocurrió durante los aciagos años de la guerra de Reforma. En el gran conflicto entre liberales y conservadores.

Su crítica a las administraciones anteriores era feroz y a sus proyectos económicos inmisericorde. Desde el poder, el hombre se disponía a reformar el estado mexicano: “Estoy íntimamente persuadido de que ningún gobierno se ha consolidado en el país porque ninguno ha cuidado de proporcionar al público el bienestar individual –escribió-. Los males de México no están en la política, sino en la administración”.

Su proyecto de gobierno era, a todas luces, progresista y humano. Preocupado por la economía familiar, y cansado de los saqueadores del país, se comprometió a brindar su apoyo al pueblo en un momento en que los cambios políticos estaban a la orden del día: “Haré más para suavizar la transición que hoy emprendo: a todos los deudores del erario, cualquiera que sea el origen de sus adeudos, les proporcionaré una manera fácil de pago, que concilie la moralidad del gobierno con los intereses del deudor”.

Tenía además, una clara fijación por la austeridad, tanto que durante los primeros días de su gobierno permaneció en la comodidad y sencillez de su hogar y rechazó la residencia oficial en Palacio Nacional. Si en su vida personal no era dispendioso, no lo podía ser menos en ejercicio de sus funciones: “Estoy resuelto a establecer la más severa economía, a reducir el excesivo número de empleados, necesarios tal vez hasta aquí por la marcha embarazosa y lenta que se ha llevado en los negocios, a lo que demanda el buen servicio público, conforme a una tramitación expedita en los expedientes; a reducir el número de generales, jefes y oficiales, que hasta aquí han elevado a sumas enormes el presupuesto nacional, sin provecho. Cuidaré en fin, de que no se hagan más gastos por el erario, que los absolutamente necesarios para la conservación decorosa del gobierno”.

La guerra de Reforma impidió llevar a feliz término su proyecto de gobierno. Era un buen mexicano pero, asombrosamente no era liberal, mucho menos un militante de la izquierda –todavía no aparecía en el horizonte de la historia mexicana-, era miembro prominente de la “terrible reacción”, la principal espada del partido conservador, general de división, presidente a los 27 años de edad y amante de su patria, su nombre: Miguel Miramón.

Su gran problema fue que nunca concibió en su proyecto, la imperiosa necesidad de separar la iglesia del Estado y regresarla a la única función que debía tener: encaminar almas a su salvación.