Del otro lado del telón

Por Adriana Med:

Me gustan los teatros. Tienen cierta mítica. Ofrecen una atmósfera diferente a la de las salas de cine. Se parece mucho a ir a una fiesta elegante en la que no conoces ni hace falta conocer a nadie, porque a diferencia de las fiestas, uno no va al teatro a socializar sino a soñar. Lo que pasa en el teatro se queda en el teatro. Por más ensayada que esté la obra no podrá repetirse exactamente del mismo modo en que no puede repetirse un atardecer. En cada ocasión hay algo diferente. Un pequeño accidente, un paso de más, un suspiro o una mueca que se escapan.

Siempre hay un señor en el público que tose. Solía creer que era siempre el mismo señor en todos los teatros. Que a eso se dedicaba: a recorrer cada teatro del mundo solo para toser. Quizá le pagan. Quizá una función no puede empezar sin ese señor que tose, me decía. Pero ahora que lo pienso es una idea un tanto descabellada. Lo más probable es que haya una asociación secreta de señores que tosen y que a cada obra teatral le sea asignado un señor diferente. Imagino que en dicha asociación reciben capacitación para toser con naturalidad y son evaluados en base a su desempeño. No me extrañaría que también hubiera una asociación secreta de bebés que lloran. O una asociación secreta de Adrianas que se emocionan.

Cuando la tercera llamada es anunciada, las luces se apagan y el telón se abre, siento que mi corazón late muy rápido. No quiero perderme ningún detalle de ese momento. Me entrego. Ni el juicio final ni un tornado de unicornios: nada puede ser más importante que lo que esté pasando ahí adentro.

Llevo pocos años asistiendo al teatro. Todo empezó cuando me mudé cerca de uno y empecé a escuchar que murmuraba mi nombre. Al principio pensé que era el cansancio o mi tía, pero el llamado se hizo cada vez más constante y enérgico. A veces iba acompañado por fragmentos de música del Cascanueces o El Lago de los cisnes. Finalmente un día asistí a una función del ballet ruso Mari El. Me enamoré.

No recuerdo si alguna vez fantasee con estar del otro lado del telón. Supongo que sí, pero solo lo veía como eso, una fantasía. Mi destino era estar en las butacas y nada más. Cuando el año pasado tuve la oportunidad de bailar en un teatro, desistí por miedo. Eso no era para mí. Yo era una espectadora inmóvil y silenciosa. No era ni siquiera el señor que tose ni el bebé que llora. Estaba ahí para pasar inadvertida y no dejar rastro de mi presencia.

Pero no sé qué me pasa últimamente que tengo el valor de hacer cosas que antes me aterraban. Así que decidí participar en la clausura de mi escuela de danza esta vez. Pese a mi falta de talento me inicié en el mundo de las puntas y las ampollas. Y finalmente la semana pasada el día tan esperado llegó.

Por primera vez entré a un teatro por la puerta de atrás. Era oscuro y brillante al mismo tiempo. Había danzantes con bellos vestuarios por todas partes. Me encantó andar tras bambalinas, en los pasillos, en las escaleras. Antes de que empezaran los números de baile, todos los alumnos de la escuela nos pusimos detrás del telón. Miré alrededor. No podía creer que estuviera entre todos esos bailarines. Me alegró pensar que sí, que yo era uno de ellos. Por extraño que parezca no estaba nerviosa. Primera llamada. Estaba feliz. Segunda llamada. Probablemente más cómoda y segura que nunca. Tercera llamada.

El telón se abrió. No podía ver los rostros de los asistentes pero casi podía escuchar su respiración. Sabía que estaban ahí y que el lugar estaba repleto. Me miraban. Tal vez no directamente pero sí a aquello de lo que era parte. Saludamos dos veces y luego nos retiramos en orden hacia nuestros a camerinos. La función comenzó.

Conforme pasaban los números empecé a sentirme menos confiada. Sin embargo no tenía ganas de huir. Quería hacerlo. Necesitaba hacerlo. Llegó el turno de mi grupo y salimos al escenario. Bailamos. Y entonces pasó: perdí la concentración y me equivoqué. ¡Después de haber practicado tanto! El pianista y algunas de mis compañeras también se equivocaron. Estábamos todos muy nerviosos.

Al final se escuchó un concierto de aplausos que se sintió como un abrazo, y abandonamos el escenario entre sonriendo y riendo. Aunque las cosas no me salieron como esperaba, salí del teatro sintiéndome una persona diferente a la que había entrado. Después de todo había formado parte de un sueño. No uno perfecto pero sí el de muchas personas. Me había atrevido a estar del otro lado del telón.