Por Bernardo Esquinca:

La eterna queja: el cine no puede hacerle justicia a la literatura. Muchos cinéfilos coinciden en que la mayoría de las adaptaciones cinematográficas de libros no consiguen estar a la altura o que, de plano, arruinan las historias. Otros más agregan que es imposible condensar en dos horas la esencia de algo que se desarrolla a lo largo de cientos de páginas. Hay quienes incluso se rehúsan a ver las adaptaciones de sus obras favoritas, en un caso extremo de fidelidad y congruencia.

Ciertamente no es fácil trasladar con éxito lo que un libro expone dilatadamente a la pantalla grande donde, además, existen fuertes presiones de parte de la industria para que las películas agraden a la mayoría de público posible. Justo ahí es donde los “pequeños ajustes” perjudican seriamente el espíritu de los libros. Sin embargo, existen algunos casos de feliz matrimonio entre literatura y cine, excepciones en las que los realizadores captaron el tuétano de la obra, y contaron también con el respaldo de los productores para no alterarla demasiado.

Uno de ellos es No Country for Old Men, la adaptación de los hermanos Coen a la novela de Cormac McCarthy, sin duda uno de los mejores escritores vivos del planeta. El guión de Joel y Ethan es fiel al libro, incluso en su lírico y desconcertante final, donde el personaje del sheriff Ed –encarnado por Tommy Lee Jones– realiza un largo monólogo a la cámara, contando un peculiar sueño. Hay incluso algunos giros humorísticos, sacados tal cual de la novela, que son totalmente del estilo de los Coen, lo que nos hace entender, entre otras cosas, por qué eligieron adaptar esta novela.

Un intercambio fallido de droga en la frontera entre México y Estados Unidos desata esta trama en la que se ve involucrado el ex combatiente de Vietnam y cazador Llewelyn Moss (Josh Brolin). Mientras va tras el rastro de un venado, Moss encuentra, en medio de un paraje árido y desolado, la escena de un tiroteo: varios muertos, y una gran cantidad de dinero. Decide llevarse consigo los dólares, y poner sobre aviso a su mujer, pues sospecha que tarde o temprano las partes involucradas buscarán el botín. Lo que nunca imagina es que el encargado de rastrearlo es el Mal Encarnado: Anton Chigurh (Javier Bardem), un villano tan escalofriante como inolvidable.

A partir de allí concurren una serie de elementos que pueblan la obra en general de McCarthy: la violencia como el principal lenguaje de los hombres, la naturaleza inclemente como proyección de esa violencia, personajes aislados de la sociedad y el mundo, y, sobre todo, el Mal, que no puede ser detenido ni erradicado mientras los humanos sigan pisando la Tierra.

Al ver esta película, uno se reconcilia con Hollywood. Y dan ganas, también, de acercarse a las páginas que la inspiraron, que es lo que debe causar toda adaptación. Si el cinéfilo aún no ha reparado en la obra de McCarthy, puede echarse un fabuloso doble platillo de cine y  literatura.