El Piojo y el Tucán

Por Oscar E. Gastélum:

Corruption is worse than prostitution. The latter might endanger the morals of an individual, the former invariably endangers the morals of the entire country.

Karl Krauss

En vísperas del mundial de Brasil 2014 y con la selección mexicana al borde del abismo tras protagonizar, en una de las zonas futbolísticas más débiles del mundo, la  eliminatoria mundialista más patética de su vergonzosa historia, el dueño de Televisa, Emilio Azcárraga Jean, decidió ejercer abiertamente el poder absoluto que tiene sobre el balonpié nacional y, en un desplante de autoritarismo caprichoso y descarado, impuso al impresentable entrenador del América, Miguel  “El Piojo” Herrera, como seleccionador nacional.

Al imponer arbitrariamente a su elegido, Azcárraga no sólo ignoró la opinión de la afición y de la mayoría de sus socios en la Femexfut, sino que humilló públicamente a Víctor Manuel Vucetich, un entrenador muchísimo más calificado y exitoso que Herrera y que, a pesar de tener un contrato firmado por dos procesos mundialistas, sólo tuvo un par de partidos para tratar de rescatar al equipo del atolladero en el que otros lo metieron. Vucetich nunca ha dirigido a una escuadra con la que yo simpatice, pero reconozco su inmenso talento como estratega y admiro su discreción y caballerosidad, dos virtudes rarísimas en el pedestre ambiente futbolístico mexicano.

Fue tras ese desplante de insultante cinismo que decidí dejar de apoyar y sufrir por la selección “nacional”. Aunque, en realidad, esa decisión no fue plenamente consciente, sino que fue motivada por el irreprimible asco ético, estético e intelectual que empezó a provocarme todo lo que tuviera que ver con el equipo tricolor. Las contorsiones apopléjicas de Herrera cada vez que su equipo anotaba un gol, por ejemplo, me producían náuseas y carcajadas al mismo tiempo, una combinación de impulsos bastante desagradable. Y atestiguar cómo miles de aficionados, sin memoria o amor propio y con estándares de calidad paupérrimos, atestaron el Estadio Azteca y celebraron una goleada contra Nueva Zelanda en el bochornoso repechaje, como si se hubiera ganado la Copa del Mundo, fue uno de los espectáculos más deprimentes y repulsivos que haya presenciado en toda mi vida.

Pero ese profundo e incontenible asco no nació de un día para otro. Es obvio que siempre estuve perfectamente consciente de que los corruptos e ineptos dueños del futbol mexicano son los mismos oligarcas voraces que llevan décadas expoliando sin piedad ni pudor al país entero, y que la bajísima calidad de la liga local (con sus ridículos torneos de seis meses y sus «liguillas») y los constantes y frustrantes descalabros de la selección son un reflejo fiel del profundo y bochornoso atraso en el que tienen hundido a México.

Sin embargo, esa justificada y sana repugnancia convivía en mi interior con un obstinado e irracional afecto por la selección “nacional” adquirido durante mi más tierna infancia. Que ese amor infantil haya perdurado durante tanto tiempo a pesar de tantas decepciones y tan sólidos argumentos en su contra, viene a confirmar lo que todo verdadero aficionado al futbol sabe en lo más profundo de sus entrañas: que es más fácil terminar una relación amorosa o perder una amistad, que  dejar de amar al equipo al que misteriosamente escogimos, o nos impuso el destino, cuando éramos niños.

Todo esto viene a cuento porque durante la jornada electoral del domingo pasado, el infame “Piojo” Herrera, junto con una caterva de grotescos personajes de la abominable farándula mexicana, decidió violar la veda electoral promocionando con indignante desfachatez al esperpéntico Partido Verde desde su cuenta de Twitter.

Quizá nunca se compruebe, pero lo más probable es que haya actuado motivado por una jugosa recompensa económica y presionado por sus patrones. Sería una ingenuidad, colindante con idiotez pura y dura, pensar que un abyecto lacayo como ese se atrevería a cometer semejante bajeza sin consultárselo primero a sus amos. Además, no podemos olvidar que Televisa está detrás de la inverosímil presidencia de Enrique Peña Nieto y que las curules ganadas por el Partido Verde eran indispensables para compensar las previsibles pérdidas del PRI en la cámara de diputados.

¿Qué puede esperarse de un tipo que vende su voto públicamente al mejor postor y que es capaz de violar impúdicamente una veda electoral? ¿Dará su bajísima estofa moral para arreglar partidos o vender plazas en sus equipos? La gravedad de su falta basta para sospechar todo eso y muchas cosas más. Y a pesar de todo, estoy completamente seguro de que sus amos no harán nada en su contra, pues su transgresión está  perfectamente alineada con sus intereses, y por lo tanto quedará impune.*

He notado que este acto de corrupción desvergonzada y flagrante ha llevado a mucha gente a cuestionar su irracional e injustificable amor por la selección “nacional”. Espero no equivocarme y que ese descontento crezca, pues si aspiramos a algún día llegar a tener una escuadra auténticamente representativa del país y merecedora de nuestra devoción, es indispensable que empecemos por renegar de este equipo que sólo representa los obscuros intereses de sus verdaderos dueños, y que funciona como la más eficaz de sus armas propagandísticas.

Quizá algunos de mis amigos y lectores recuerden  que durante el mundial de Brasil tuve una discusión pública en Twitter con León Krauze, provocada por una columna en la que se atrevió a afirmar que quienes estábamos en contra del equipucho de Azcárraga Jean y “El Piojo” Herrera, éramos “inmunes a la felicidad”. Nada más alejado de la verdad. Pues debo confesar que deshacerme de ese pesado y tóxico lastre afectivo ha sido una placentera catarsis, que me ha permitido disfrutar del buen futbol con mayor alegría y tranquilidad. Una liberación indescriptiblemente grata y que recomiendo ampliamente…

* Tras escribir estas líneas se anunció que la Femexfut multará a Herrera con una cantidad aún indefinida pero que seguramente palidecerá frente al pago que recibió por sus tuits. En cualquier país civilizado una falta cívica de esa magnitud se castigaría con un cese fulminante. Pero no aquí, donde la impunidad suele aderezarse con falsos castigos.