Miguel Ángel Mancera, el desgaste de la mesura

Por Bvlxp:

La gestión de Miguel Ángel Mancera al frente del Gobierno del Distrito Federal está por cumplir dos años. Con la necesaria revisión que generan las efemérides, las páginas de opinión se llenaron con análisis de la forma en que el Jefe de Gobierno ha llevado los destinos de la cosa pública en la capital del país.

Ser Jefe de Gobierno de la Ciudad de México es un asunto complejo: en una de las ciudades más pobladas del mundo, asentada en una geografía complicada, hay una demanda sinigual de servicios públicos: transporte, agua, seguridad, vialidades, etc. Como ciudadano común, no deja de sorprenderme que la ciudad tenga más o menos la capacidad de todos los días atender (a veces a medias, a veces mal, la mayoría de las veces deficientemente) las demandas de sus habitantes y de su población flotante. Aunado a lo anterior, Miguel Ángel Mancera tiene que lidiar con complicaciones propias de su perfil: un hombre apartidista, poco carismático si se le compara con sus dos predecesores inmediatos y, en una ciudad adicta a su propio despapaye, proclive al orden y al imperio de la ley.

Una de las críticas más repetidas contra la gestión del Jefe de Gobierno es que a dos años de iniciada su gestión, no tiene ninguna obra mayor que presumir ni alguna que se vea en puerta. Los opinólogos señalan esto como una mancha, como un pecado original de la gestión del gobernante. Yo, en cambio, le agradezco a Mancera su mesura y contención en materia de obra pública. La obra pública en México viene con una firma, siempre atada a las ambiciones políticas de algún nombre, y la factura siempre viene a cargo de los contribuyentes. Ahí tenemos los bodrios de los segundos pisos de Lopez Obrador y la Línea 12 del Metro de Ebrard. Ambas megaobras han representado la asunción de un monto considerable de deuda pública para las finanzas de la ciudad y de ambas al menos algo podría decirse: la pertinencia de los segundos pisos y la ejecución deficiente de la construcción de la Línea 12 que la ha dejado funcionando a medias.

La gestión de Miguel Ángel Mancera se ha caracterizado por la administración de los recursos materiales y políticos de la ciudad, y por corregir las deficiencias de la gestión pública de administraciones pasadas como en el caso de la Línea 12 del Metro, lo cual no es poco y es de agradecerse. En una ciudad con una desmesurada demanda de recursos públicos, es notable que un gobernante se dedique a administrarla y no ceder a la tentación de firmarla megalómanamente con su nombre.

Siendo un hombre que no es militante del partido que gobierna la ciudad desde 1997, Mancera ha tenido delante de sí la complicada misión de manejar situaciones delicadas que han exigido más contención, cálculo y asunción de costos políticos que en otras administraciones. Cosa rara, Mancera es un político que se ha desgastado por el ejercicio de la mesura. En cada crisis que ha enfrentado durante su gestión, Mancera ha optado por la acción pausada, gradual y ha logrado quedar mal con todos. Un ejemplo clásico es el caso de su manejo de la crisis del plantón y protestas de los miembros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. Los radicales de un lado pedían una reacción enérgica y fulminante del gobierno, y los radicales del otro lo acusaron de represor de los movimientos sociales. A la distancia, una cosa es cierta: la mesura pagó y la ciudad está libre de aquel conflicto con costos relativamente menores aunque sin duda no insignificantes para quienes más los padecieron.

Para un hombre al que se le acusa de grisura política, el Jefe de Gobierno, electo con el mayor número de votos en la historia del Distrito Federal, ha logrado sortear crisis significativas y la gradualidad de su estilo ha traído beneficios discretos en la opinión pública pero altamente significativos para la ciudad en una gran gama de temas y para el futuro político de Miguel Ángel Mancera: puso a discusión nacional la insuficiencia y revaloración del salario mínimo; la reforma política que durante años se ha anhelado para convertir a la ciudad en una Entidad Federativa de pleno derecho está a punto de concretarse; en puerta está la realización de obras importantes sin cargo al erario capitalino (derivado de su disposición a cooperar con el Gobierno Federal, a lo que sus dos antecesores ridículamente y por cálculos políticos personales se oponían, en detrimento de la ciudadanía), como la ampliación del Metro, el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, el tren Santa Fe—Toluca, entre otros; y la victoria de su corriente política en las recientes elecciones del Partido de la Revolución Democrática, aplastando discreta pero fulminantemente al inefable René Bejarano y al propio Marcelo Ebrard.

Más allá de las percepciones, Miguel Ángel Mancera ha demostrado ser un gobernante perteneciente a una nueva generación: discreto, sagaz, temerario ante los costos políticos y altamente efectivo. Quizá sin darse cuenta, como quien mira al espejo al paso de los años y nota que ya es otro, la Ciudad de México habrá de descubrirse transformada al final de la gestión de Mancera.